fotografía hecha con el móvil (el flare es con voluntad)
Un niño me observa desde las alturas, sus brazos extendidos y la mueca formada alrededor de sus labios me demuestran la tensión que luego recibo de su mirada. Me sorprende la extraña disciplina con que me mira, sus rasgos, inmutables, concentrados en un único centro.
El chirrido de un columpio abandonado recientemente, se oculta detrás de uno mucho más envolvente, el tren que se arrastra sobre sus rieles, camino a la estación de Leganés.
El niño en su anonimato permanece rígido y crucificado. Recorro su imagen infante, lleva una chaqueta beige y zapatillas blancas. Imagino que tendrá 6 años. Después del reconocimiento biológico, me detengo en su mirada, con el sol sobre mis ojos observo a los ojos que me miran. Descubro un destello fugaz y luminoso en sus pupilas, tal vez sea una de las últimas manifestaciones de su inocencia infantil.
En un viaje vertiginoso hacia el fondo del yo, veo físicamente el túnel del tiempo, en una experiencia similar a la tele transportación proyectada en las películas . Me veo a mí misma trepada sobre un árbol, preocupada, descubriendo cada nuevo encuentro como un evento mágico, sin conciencia de que estaba sucediendo.
Recordar es mirar, desde una ventana, la vida de otro que no conoces, otro que no existe, otro, simplemente.
Tener conciencia de esa verdad me devuelve nuevamente al pequeño parque donde él y yo nos miramos en un insospechado estado de plenitud. Él y yo como un cíclope, como una ciudad sin puente, un pasillo sin principio ni final.
El y yo experimentando la trascendencia de un encuentro digno de jardines ocultos para las hadas, yo extasiada con los ojos abiertos a la realidad, y él ignorante, inconsciente, incorruptible en su inocencia, rompe la mueca, relaja sus brazos y se atreve a decir:
-Señora ¿qué hora es?
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